LA CIUDAD DESNUDA

Por Manuel Barba

Al salir de la prisión de Sandino tuvimos que padecer las vicisitudes de un azaroso viaje, con una escala incluida, que nos llevó a la cárcel del Cinco y Medio, conocida como el feudo del Ñato.

De entrada tuvimos que pasar por las ya rutinarias, pero siempre tensas y peligrosas, entrevistas para imponernos el uniforme de los presos comunes. Afortunadamente al cabo de quince o veinte minutos el reeducador se cansó de presionarme; llamó a un guardia y le dijo: «Llévalo para allá». El soldado me condujo por una serie de pasillos, abrió una puerta y me ordenó: «Entra».

Estaba oscuro y no se podía distinguir el interior del local.  Traté de entrar pero una barrera humana me lo impedía. Pensé que se trataba de una galera y que los presos se habían agolpado en la puerta para ver quién era el recién llegado.  Me equivoqué.  Se trataba de un pequeño calabozo de castigo con capacidad para dos presos.  Yo fui el número veinte en entrar en  ese calabozo. El calor era asfixiante.  Aparte del hacinamiento humano que creaba una atmosfera sofocante, los calabozos se encontraban contiguos a la cocina del penal, con sus enormes fogones con quemadores de petróleo.  Al cabo de un rato sentí que me caían encima gotas de agua.  Pensé que había filtraciones en el techo, pero no era eso.  El calor de los cuerpos de los 20 presos se evaporaba y al llegar al techo se condensaba y comenzaba a caer en gotas.  No había espacio para sentarse en el suelo y descansar un rato.  Lo único que podíamos hacer era turnarnos para ponernos en cuclillas y así descansar los músculos de las piernas.  El calabozo no tenía ventanas, ni luz eléctrica, ni lavabo.  Sólo un hueco en la esquina, al que en presidio se le llamaba baño turco y encima del hueco, a medio pie de altura una tubería por la que salía un chorrito de agua.  Ese era el bebedero.

A las tres o cuatro horas de estar en el calabozo nos sacaron de allí y nos llevaron para la Sección 1.  La Sección 1 era un área rectangular dividida en dos hileras de celdas con un pasillo en el medio.

La rutina del Cinco y Medio continúo después que nos alojaron en la Sección l, en la cual habían habitado otros reclusos que no estaban, como nosotros, en situación de rebeldía. Esto nos permitió vivir con cierto desahogo; la comida empezó a llegar según se repartía a las demás secciones, es decir, no era un manjar pero al menos era una cantidad decente.

Pocos días después se oyó la voz de «Atención» y entró en la sección un grupo de altos oficiales del MININT que iban mirando dentro de las celdas.  No dijeron nada y se retiraron.  Al poco rato entró la guarnición en la sección e hizo una minuciosa requisa.  Se llevaron todos los alimentos, cigarros, etc. Toda la ropa que encontraron, que era ropa interior, fue también requisada.  Nos quedamos completamente desnudos.  Además de todo eso tuvimos la amarga sorpresa de que cuando llegó la comida nos sirvieron la mitad de la ración que nos daban anteriormente.  Ese día comenzó lo que un compañero bautizaría certeramente como La Ciudad Desnuda.

 Primera Huelga de hambre

La estrategia de la dirección del MININT con nosotros era hacernos la vida insoportable, no solamente en lo que se refiere a la comida.  Estábamos sujetos a un régimen continuado de requisas, algunas veces dos diarias, al extremo que al sargento Sanguily un corpulento militar de más de 300 libras de peso y que encabezaba esas operaciones lo llamábamos «el Comandante Trapito», ya que los guardias se esforzaban en encontrar cualquier prenda de ropa durante las requisas.  Además de estas molestias no teníamos ningún contacto con nuestros familiares, ni podíamos recibir nada de ellos, ya fuera correspondencia o algún alimento o medicina. La guarnición trató de imponernos un régimen peculiar para nuestro aseo.  Dijeron que nos darían una toalla para cada 10 reclusos y lo mismo para afeitarnos, una cuchilla (soviética) para cada 10.  Nos negamos a esa imposición y dejamos de bañarnos y afeitarnos.  En fin, se nos había impuesto un «bloqueo» total.  Varias semanas transcurrieron en esa situación y los ánimos se iban caldeando.  Un día el jefe de Orden Interior nos comunicó que si no nos afeitábamos nos iban a llevar a la barbería del penal a la fuerza. A partir de ese momento, todos los días, después que terminaba el servicio en el comedor, que quedaba frente a nuestra sección comenzaba el rito de llevarnos a la barbería.  Cada día nuestros gritos e insultos convertían al Cinco y Medio en un campo de batalla.  El día que le tocó a mi celda entraron varios guardias hubo sus empujones e insultos y un guardia de más de seis pies de estatura me aplicó una llave en la garganta que me dejó sofocado. Me sacaron a rastras y en la barbería, tirado en el piso, debajo del sillón de barbero, me rasuraron la barba con una máquina eléctrica.  La operación «barbería» aparentemente fue ganada por la guarnición pero lo cierto es que nuestro comportamiento y protesta nos ganaron la admiración de los demás presos del penal incluyendo los presos comunes.

El hambre nos agobiaba.  De desayuno nos daban un poco de café aguado y un pequeño pedazo de pan.  El almuerzo invariablemente era un poco de harina de maíz.  Por la tarde recibíamos una cucharada y media de arroz, media cucharada de carne rusa y un poco de sopa indefinida.  Tuvimos que adoptar medidas internas de disciplina para controlar la situación.  Por ejemplo, si en una celda había cinco, cuando traían el pan, que no eran del mismo tamaño, sino unos más pequeños que otros, le tocaba a un preso escoger primero, después venía el número dos, etc.  Al día siguiente el número dos pasaba a ser el primero y así sucesivamente. Ya se hablaba de ir a una huelga.  El tema se iba haciendo popular y cada día ganaba adeptos.  Yo no estaba de acuerdo, muchas veces las huelgas eran provocadas por la dirección del penal.  Otras eran medidas defensivas que tomaban los presos para protegerse cuando ya no les quedaba otro recurso.  En definitiva la tendencia pro-huelga predominó.  Nos preparamos para esa acción o yo diría inacción.  Llenamos los lavabos de agua y rechazamos la primera comida.  Al día siguiente a la hora del almuerzo los guardias colocaron delante de cada celda unas bandejas con unos pescados que estaban tan bonitos que parecían hechos de cerámica.  Era el contrataque de la dirección del penal para tratar de ablandar nuestra determinación. Es importante notar que desde el rechazo de la primera comida los guardias hicieron una requisa, vaciaron el agua de los lavabos y cortaron el agua a nuestra sección. Después empezaron las entrevistas y nos iban llevando, completamente desnudos, hasta la oficina del director del penal. Las opciones eran las mismas: la ropa o la huelga.

Según pasaban los días nos íbamos debilitando.  Al tercer día si uno se levantaba muy rápido del piso la visión se le obscurecía.  Curiosamente en ningún momento sentí sed. Quizás fuera porque no estábamos expuestos al sol y el ambiente dentro de la celda era más bien fresco.  Terminado el ciclo de entrevistas los guardias comenzaron a buscar una transacción del problema.  Nosotros habíamos creado un comité de huelga que era el que se comunicaba con las autoridades del penal.  Nuestros planteamientos básicos eran la mejoría de la alimentación y mejores condiciones de aseo.  En definitiva la dirección del penal prometió mejoras y nosotros decidimos terminar la huelga al quinto día.

Nuestra existencia después de la huelga continuó más o menos igual.  La comida mejoró algo en cantidad pero todo lo demás siguió igual: no visitas, no correspondencia, no jabas.  Entre el tiempo de la última visita en Isla de Pinos y el transcurrido en Pinar del Río ya llevábamos más de un año sin visitas.  Estábamos totalmente aislados del mundo exterior.  Un día de Octubre de 1967 alguien tiró un periódico por la ventana de la celda. Había sido un preso común que estaba limpiando el patio.  En el periódico se anunciaba la muerte del Che Guevara en Bolivia.

Pero aun en la más negra oscuridad siempre hay un resquicio por donde entra la luz. En  un ala de la Sección 4, que se encontraba directamente encima de nosotros, estaban alojados presos políticos castigados, que aunque no le habían plantado al uniforme azul, habían sido objeto de sanciones por incumplimiento de la disciplina de los campamentos. Su situación no era tan extrema como la nuestra y por lo tanto tenían visitas y correspondencia.  A través de ellos, a muchos de los cuales conocíamos, recibíamos noticias e información del mundo exterior y de nuestras familias. Los presos políticos de la Sección 4 ocupaban sólo un ala de esa sección, la otra estaba ocupada por comunes de alto riesgo, es decir criminales.  Nosotros habíamos logrado establecer cierta relación con algunos de esos comunes y ellos aceptaron bajarnos con una cuerda los suministros que les daban nuestros compañeros de la Sección 4 para nosotros.  Este sistema funcionó durante algún tiempo hasta que en una ocasión un guardia que pasaba por la galería que une las secciones vio bajar una bolsa plástica con azúcar y a partir de ese momento colocaron a un militar de guardia en ese lado de la sección y por lo tanto se hizo imposible bajar más nada.

Sin embargo,  la inventiva de los presos en circunstancias desesperadas es infinita.  Para romper ese bloqueo se ideó el siguiente plan.  En la última celda de la sección, debajo del ala ocupada por los presos políticos se comenzó a hacer un orificio en la caja eléctrica de la luz, donde no había ni bombillo ni zoquet.  La perforación se llevaba a cabo utilizando un palo de trapear al que se  le había amarrado en el extremo un pedazo de alambre grueso afilado.  Este tipo de barreno lo operaba un preso sentado sobre los hombros de otro para poder alcanzar el techo.  Durante varios días se estuvo realizando la perforación hasta que por fin el extremo del alambre se asomó por el piso de la celda de arriba.  Se perfiló el agujero para que cupiera un cigarro.  Así de esa manera nos iban enviando cigarros uno a uno.  El azúcar, gofio o leche en polvo lo vertían por el agujero usando un embudo de cartón y abajo se colocaba una bolsa plástica para recibir el suministro. Una vez terminada la operación se tapaba el orificio en el piso de la celda de arriba utilizando una masa de macarrones debidamente coloreada para que no pudiera ser descubierto por los guardias.   Una vez recibido el suministro el Muerto (un compañero de Regla, José Graña, empleado del cementerio municipal, de ahí el apodo) se encargaba de distribuirlo por las diferentes celdas sin que el guardia que estaba siempre sentado en el pasillo se diera cuenta.  Esta vía de aprovisionamiento nunca fue descubierta por los guardias que a veces veían a un preso de la sección fumando y se quedaban atónitos pues ellos creían que en  nuestra sección no se podía entrar nada del  exterior.

Poco tiempo después vaciaron la Sección 4 en el segundo piso y nos trasladaron para esa sección.  Debía ser a finales de Octubre de 1967.  Como ya se aproximaba el invierno nos dieron una camiseta enguatada.  Ya al terminar la huelga de hambre nos habían dado un calzoncillo por lo que ya no estábamos completamente desnudos. La desnudez fue un arma que utilizaba el régimen para desmoralizarnos y humillarnos.  En los centros especiales de interrogatorios se utiliza esa técnica para provocar en el preso un estado de indefensión.  Antes de entregarnos la ropa interior todo movimiento que hacían con nosotros constituía un espectáculo. Cuando, por ejemplo, tenían que llevar al botiquín a un grupo de presos, cuatro o cinco, a buscar alguna medicina o para algún servicio médico menor, necesariamente teníamos que ir por el pasillo central del penal dándose el caso de que a veces nos tropezábamos con algunas mujeres militares que pasaban por allí.

El grupo de «La Ciudad Desnuda», que se había mantenido estable después de la huelga de hambre, comenzó a aumentar lentamente pues otros presos políticos que se encontraban en el Cinco y Medio castigados pero no negados a vestir el uniforme azul, se quitaron el uniforme y fueron llevados para nuestra sección.  De manera que esto se convirtió en una nueva preocupación para la dirección del penal pues su objetivo era terminar con el plante al uniforme azul y ahora veían como otros presos se unían a nosotros. Así sin mayores incidentes fue transcurriendo el resto de 1967 hasta llegar el mes de diciembre.

Segunda Huelga de Hambre

Como ellos no cejaban en su intento de que nos vistiéramos, ya finalizando el año, pusieron en marcha otro plan para llevarnos a otra huelga.  En esta ocasión sacaron a cuatro o cinco del grupo y los llevaron para las celdas de los presos comunes.  Desde el comienzo de la república nunca los presos políticos habían sido mezclados con los presos comunes.  Esta norma se había mantenido hasta ahora, ocasión en que los comunistas lo hicieron para provocar una reacción de nuestra parte.  En honor a la verdad, en las ocasiones en que fuimos mezclados con los comunes ellos nos trataron con respeto.  En algunos casos sí se suscitaron problemas y fue porque hubo presos comunes que conscientemente se prestaron a los planes y provocaciones del régimen a cambio de beneficios y prebendas.  En esta ocasión, los cuatro o cinco presos, que fueron internados en la sección de los presos comunes se plantaron en huelga de hambre.  Recuerdo que Vicente Castro, ya fallecido,  se encontraba entre ellos.  Han pasado muchos años y es difícil recordar todos los detalles.  Cuando supimos que nuestros compañeros se habían declarado en huelga de hambre la sección completa se sumó a la huelga.  Esta vez no hubo necesidad de someter la propuesta a votación o realizar consultas.  Fue una decisión unánime. La dirección del penal no nos cortó el agua lo cual indicaba que la huelga iba a ser prolongada. Una huelga «seca» puede crear condiciones serias de salud después de los cinco o seis días: deshidratación, problemas renales, desbalances de la presión arterial, etc.  Tomando agua se puede pasar de tres semanas o aún más.  Una huelga larga siempre está del lado de las autoridades, porque las huelgas de hambre no se hacen para morir, sino para conseguir objetivos mediante negociaciones.  Además las huelgas de hambre que se apoyen en una publicidad bien montada sirven para presionar a las autoridades.  Nosotros carecíamos de ese elemento y teníamos que ir a la huelga como se decía popularmente «al duro y sin careta».

Así que fuimos a esta segunda huelga en el Cinco y Medio con la moral y dignidad como nuestras únicas armas.

Pasaron los días y ya al cuarto día nuestros carceleros comenzaron a dar señales de que querían negociar. Nuestra primera demanda fue para que sacaran a nuestros compañeros de las celdas de los comunes.  Como al sexto día se llegó a un acuerdo, trajeron a nuestros compañeros y se terminó la huelga.  Creo que en esos momentos trajeron al Dr. Obeso, un médico preso que estaba en el plan de rehabilitación para que nos examinara.  Nos dijo que había que tener cuidado al empezar a comer pues nuestros organismos estaban débiles y sugirió que tomáramos un poco de agua con azúcar. Uno de nuestros compañeros, Eduardo Ojeda Camaraza, le preguntó que había de comida en la cocina.  Obeso le dijo: «Creo que harina de maíz».  A lo que Ojeda le ordenó: «Manda a traer la harina para acá, coño».

Pero el acontecimiento principal de ese día no fue el fin de la huelga.  Unas horas más tarde, ya sobre medianoche, llegó un grupo de oficiales del Minint y nos dijeron que íbamos a ser trasladados.  Un poco después de la una de la madrugada nos condujeron al patio de la prisión donde estaba estacionado un ómnibus de las Fuerzas Armadas Revolucionarias y nos mandaron subir.  Nosotros en calzoncillo y camiseta enguatada blanca parecíamos un equipo de balompié, excepto por nuestros rostros pálidos y macilentos.  No todos fuimos trasladados.  Los que eran residentes de la provincia de Pinar del Río se quedaron en el Cinco y Medio, lo cual sentimos mucho pues ya llevábamos varios meses juntos pasando trabajos y vicisitudes.   El ómnibus se dirigió hacia el este lo cual nos tranquilizó pues ya no íbamos de regreso a los campamentos de Sandino, en el extremo occidental de la provincia. Viajábamos por la carretera que bordea la costa norte.  Todos teníamos la esperanza de ir para la Cabaña que era donde estaban muchos de nuestros compañeros de Isla de Pinos.  Llegamos después de varias horas a las playas de Marianao.  El ómnibus paró en un semáforo y al lado había una guagua de la ruta 32 cargada de gente que iba para su trabajo. Aún recuerdo las expresiones de asombro, temor y sorpresa de los pasajeros cuando nos miraban, tratando de adivinar quiénes éramos.  Seguimos por la Quinta Avenida, después por el túnel y entramos en el malecón.  Ya todos teníamos la certeza de que íbamos para la Cabaña, pero al llegar a Paseo el ómnibus dobló hacia la derecha. Nuestro destino era  el Castillo del Príncipe.

En el Príncipe nos condujeron hasta la Estrella, el patio central de la prisión, y de allí a una sección llamada la Zona 1, que era la sección de castigo del penal.  La sección estaba dividida en cinco galeras que daban a un pequeño patio.  Las dos más pequeñas ya habían sido vaciadas y estaban esperando por nosotros.  Las otras tres estaban ocupadas por presos comunes.  Era la Navidad de 1967, y sencillamente nos depositaron en esas dos galeras.  La alimentación era más abundante que la que nos daban en el Cinco y Medio.  Nos dimos cuenta que nos habían llevado para ese lugar para que nos recuperáramos un poco después de tantos meses de escases de alimentos y de la recién terminada huelga de hambre.

El año 1968 comenzó en esas condiciones.  El 31 de diciembre por la noche oíamos la música de los bailes en la Plaza de la Revolución.  El pueblo se divertía ajeno a que a pocas cuadras de distancia había un grupo hombres aislados del mundo que ya llevábamos años presos.  Pero era una época en que muy pocos escuchaban.  Así estuvimos en el Príncipe alrededor de un mes.  Un día nos dijeron que íbamos a ser trasladados; como de costumbre no nos dijeron para donde.  Subimos al ómnibus y bajamos de nuevo por Paseo.  Al llegar al malecón doblamos hacia la derecha.  Esta vez sí, íbamos para la Cabaña.  Tomamos el túnel de La Habana y enseguida llegamos a la vieja fortaleza.  Nos ordenaron bajar cerca del puentecito que pasa sobre el foso.  De uno en uno íbamos caminando despacio, cansados.  Hacía mucho tiempo que no caminábamos ni una cuadra.  Era un ejército alba, con sus camisetas y calzoncillos blancos. Demacrados y tambaleantes, fuimos entrando en el patio de la prisión de La Cabaña. Todos los presos en sus galeras, asomados a las rejas. Un silencio solemne.  La fila fue desfilando por el patio y de pronto estalló el himno nacional, espontáneo, al unísono, desde todas las galeras, como si un director invisible dirigiera ese coro impresionante que nos daba la bienvenida con un abrazo patriótico, fraternal, solidario.

NOTA

Toda esta odisea de la ropa con huelgas de hambre y castigos se presentó con infinidad de variantes por toda Cuba, desde la aquí narrada que comienza por Sandino en el extremo occidental de Pinar del Río, hasta las cárceles de Tres Masíos y Puerto Boniato en Oriente; pasando por la Cabaña en La Habana y Morón en Ciego de Ávila, entre otras.